Ahora solo nos queda el arte

En Colombia, el mercado del arte, como cualquier otro, obedece al orden capitalista de entender el mundo, que desde la denominada “Economía naranja” se interesa por revisar las necesidades en la emergencia y consolidación de industrias culturales y creativas. Pero en tiempos de pandemia, cuando los afanes se detienen y nos vemos obligados a enfrentar cara a cara y de manera tangible la materialidad de la vida, empezamos a experimentar temores y un desconcierto que, aunque cueste verlo claramente, puede estar abriéndonos nuevas posibilidades para confrontar la existencia, el pensamiento, y tal vez nos permita acceder a la observación de muchos sectores en la sociedad desde un primer plano, uno de ellos, el sector de las artes.

En primer lugar, un aspecto que no se debe perder de vista es que el mercado del arte es una contradicción porque el mercado, esencialmente, busca homogenizarlo todo, cada cosa que toca se vuelve igual, se vuelve un cubo blanco, se vuelve mercancía. El problema es que el arte, en su esencia más pura, es el campo de lo particular, y generalizarlo es hacer un anti-arte. Describe tu aldea y describirás el mundo… el arte no puede hacerse en respuesta a las generalidades, es decir, el arte no solo es histórico porque las obras se interpretan en el marco de una sociedad específica, en un momento en particular, también desde su materialidad nos hace manifiesto un lugar de enunciación, un entramado de relaciones y un modo de comprender el mundo. El arte está para permitirnos hablar unos con otros, y esa es la posibilidad que todavía nos queda de lo particular, el oro es general porque todo puede ser cambiado por oro, es la generalización del mundo, pero el arte es la particularización.

En esta línea, al final del capítulo “Taking The Arts Seriously”, la autora cita unas palabras dichas por Robert Hughes publicadas en el New Yorker en 1996, en las que el crítico y escritor sugiere una forma de entender y medir el carácter y la grandeza de un país mirando su compromiso con las artes, no como un lujo o como un recurso de diplomacia, tampoco como un placebo social. Más bien como un deber que nace de una convicción alrededor del deseo de crear y vivir el arte como necesidad innata en la naturaleza humana, y sin la cual nuestra existencia se empobrece, se niega, y el sentido amplio de comunidad se debilita. Así, las artes serían el lugar en el que colectivamente depositamos nuestros sueños, pensamientos, ideas y deseos, haciendo que se encuentren las soledades y las individualidades, y se fundan en alegría, pero también en sorpresa y repulsión. Y ese es el propósito del arte, la reducción de las singularidades a una comprensión de lo mutuo, y a sentidos compartidos.

Entonces, ahora que quienes se dedican al arte y tienen que pasar tiempo alejados del contacto social, de pronto pueden encontrar la oportunidad para re-pensar qué los une con la siguiente persona y, como bien sugiere el crítico y curador barranquillero Halim Badawi:

“Un bello experimento de cuarentena para los artistas que sólo producen obras para galerías y ferias de arte, sería que empezaran a imaginar cómo serían sus obras en un mundo sin mercado del arte: un mundo en el que el gusto estándar del rico promedio deja de ser el canon; un mundo en el que la dimensión decorativa de la obra pasa a un tercer plano; un mundo en el que el virtuosismo, el carácter habilidoso y efectista, los grandes formatos y el racionalismo y el colorido del arte tardogeométrico (o de esa aburrida abstracción zombi) dejan de marcar la pauta colectiva. ¿Qué queda del artista cuando el mercado ya no espera nada de él y cuando él no espera nada del mercado? ¿Hasta dónde este nuevo artista será capaz de llevar su propia libertad y mostrar su verdadero rostro? En este mundo de emancipación casi total (digo: de emancipación del factor dinero, tan determinante para una buena parte del arte contemporáneo), el artista podría encontrarse a sí mismo de una forma más auténtica, más honesta, y a la vez imaginar un mundo nuevo para todos los demás, un nuevo modo de hacer y de relacionarse con los demás agentes del campo. Y quizá cuando el mercado del arte regrese después de la pandemia (siempre vuelve, tarde o temprano) y regrese el mundillo de las ferias, las fiestas y las palmaditas en la espalda, a lo mejor ya se habrá incubado una inquietud, la posibilidad de un arte verdaderamente nuevo capaz de transformar cada sensibilidad, incluso la sensibilidad de aquel rico ante el cual, antes de la pandemia, se postraba el artista.”[1]

En este sentido, y en segundo lugar, me pareció importante rescatar, dentro de la mención que se hace al mercado del arte en el texto, el sentido que toma el arte a partir de ciertas prácticas dentro de las dinámicas de mercantilización desde las cuales el imaginario del arte se transforma en el producto de un genio romantizado, cuyo sentido es profético, visionario, rebelde, revolucionario e incomprendido. De este modo, y pensando en los establecidos cánones europeos de estética, hace más de un siglo que muchos artistas modernos y contemporáneos han sido acusados de no tener habilidades básicas como lo son el dibujo y la pintura. Esto hace relevante retomar el renombrado debate suscitado por el libro El fraude del arte contemporáneo[2], de la crítica Mejicana Avelina Lésper, quien a través de cuatro ensayos, propone una problematización en torno al arte contemporáneo y cuestiona aspectos puntuales respecto a la amplia producción artística hoy.

Ella habla de las posibilidades de verificación que tiene un crítico de arte actualmente, que son para ella muy pocas: “sólo puede limitarse a arbitrariedades y a dogmas establecidos”, y considera que estas son las consecuencias de la falta de rigor en el quehacer artístico actual y eso causa que cualquier cosa sea arte. Lésper propone un análisis del fenómeno y proporciona una mirada crítica, quizás radical, frente a lo que vemos actualmente en el campo del arte y el descontento que otros como ella perciben,

“el arte contemporáneo es una creencia, es un dogma, es una idea impuesta y esto se aplica a cualquier objeto, porque sus valores dejan de ser visibles para convertirse en substancia, en ontología, en intenciones, en fantasmagorías que se imponen como verdades sobrenaturales en contradicción permanente con la apariencia y los hechos.”[3] 

A todo esto, instituciones académicas y medios de comunicación respondieron fervientemente y defienden que el arte contemporáneo no se puede limitar a resolver el problema de la representación, como en épocas anteriores, cuando la técnica del artista primaba sobre todas las cosas y se suma a esto que hoy la función de la estética como la ciencia de los bello y lo bello como la verdad misma, es algo que ya no tiene vigencia[4]. A mi modo de ver, de esto sólo queda una reflexión en torno al acto creador como necesidad innata al ser humano y que, dentro de un contexto particularmente complejo, confuso y contradictorio, sería injusto censurar un arte que es complejo, confuso y contradictorio, y que con mucha dificultad busca un cambio que tenga en cuenta la democratización del arte, la popularización de la cultura y el reconocimiento de espacios sociales previamente marginalizados, para cambiar la idea generalizada que muchos tienen frente al arte contemporáneo que sólo ve la decadencia y la pérdida de estándares de calidad para pensar el relativismo cultural y la mercantilización de las artes.


[1] Halim Badawi, Publicación en su página de Facebook personal.

[2] Avelina Lésper, El fraude del arte contemporáneo, El malpensante, Bogotá, 2015.

[3] Avelina Lésper, El fraude del arte contemporáneo, El malpensante, Bogotá, 2015.

[4] Guillermo Villamizar, Avelina Lésper o el fraude de la crítica al arte contemporáneo,  Esferapública, octubre del 2017.

Dissanayyake Ellen. Art and intimacy: how the arts began. Seattle, Wa: University of Washington Press. 2000 Cap. 6 “Taking the arts seriously”.

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